Los Blatodeos no son uno de los
pueblos micénicos del antiguo Egipto que poblaron Anatolia en la tercera
Glaciación del Monstruoceno, no, tampoco son unos forúnculos gastrodiodenales que se hinchan cuando entramos en un estado
semifebriloso. No, amigos, los blatodeos son unos coleópteros anteniformes y
marronáceos que pululan en verano debajo de los límites permitidos por el
umbral de la decencia.
Los que tenemos la suerte de
vivir en un primeiro y de disfrutar de un vergel en forma de patinillo corremos
el riesgo de sufrir las continuas y desagradables visitas de estos
hemimetábolos de naturaleza desordenada e inquieta. Y no, no es que el odio más
intrínseco invada mis venas pero lo tuve claro, con el ascazo que me dan, o
ellas o yo. La política publicitaria y marquetiniana de los tiempos actuales te
lo deja claro, hay remedios de sobra conocidos para eliminar al incómodo
huésped de los zócalos anónimos. Pues bien, puedo decir y digo que he sido
nombrado Doctor Honoris Causa por varias universidades transoceánicas tras
probar todos los métodos que el mercado pone a disposición del ansiado
consumidor…ahora soy un experto en banalidades químicas e inútiles. Probé
diversos aerosoles (protección 50, eso siempre), trampas varias de amplio espectro de esas
ideales de la muerte en las que una cucaracha (padre de familia y director de
varias asociaciones) que pasaba justo al lado de la trampa se infecta y un
domingo cualquiera durante el almuerzo semanal envenena a toda su estirpe hasta
hacerla desaparecer de la interfaz de la tierra, esos aparatos ultrasónicos,
ultracaros y que te dan ultricaria, o esos fabulosos remedios de la abuela
(como me encuentre a la abuela…) que terminan en la bolsa estomacal de tu
mascota y la terminan matando en una lenta agonía…
Y sí, lo reconozco, el que cayó
en la trampa fui yo y atravesé por todos los estadios posibles hasta caer en la
desesperación: “está claro que me han echado un mal de ojo, este verano las
cukis me va a acompañar casi hasta navidades…” Y es que nada
como una prueba irrefutable e indómita para caer en la cuenta de que los 372
euros que me habían desaparecido de la cartera (IVA aparte) habían sido para
nada y sobre todo para nadie…y es que al cuarto día de forrar todos los enchufes de aparatos
ultrasónicos me percaté de dos cosas: la primera que tras ver a un hermoso y
brillante cucarachónido echando un cigarro apoyado en uno de estos modelajes
sonoros tuve la ligera sospecha de que incómodo o molesto no estaba
precisamente, y la segunda es que tras varias noches durmiendo bajo el tun tun
del soniquete invisible comencé a desarrollar una reacción
desagradable y de rechazo en mi pabellón auricular…
Y el final de la historia terminó
como debería haber empezado, con una “fumigatio” como un demonio en toda regla
y dejando los remedios de la abuela para otras cuestiones menos serias…